Diario de un viajero por el Parque Natural de Cabo de Gata
En el cabo de Gata el paisaje es el fruto de dos encuentros, el del mar con la tierra y el de la tierra consigo misma. Si los mezclamos con el sol y el viento nos hacemos una idea de qué y cómo se conformó, creando bahías, calas, acantilados e islotes y esculpiendo formas imposibles en las rocas.
Pasear por Monsul, los Genoveses, las Sirenas, los Escullos, la playa de los Muertos, la Isleta del Moro es disfrutar del resultado de ese encuentro donde el agua, la sal, la caliza y las rocas volcánicas han unido todos los colores, desde el blanco al azul y el ocre al negro.
Si nos alejamos del mar hacia los cerros y montañas podremos admirar, sin que nada nos distraiga, el fruto de los empujes, fracturas y choques de los plegamientos tectónicos, de los materiales volcánicos, de las tierras que surgieron desde el fondo del mar. Subir a la Mesa de Roldan o, sobre todo, adentrarse tras las minas de Rodalquilar es un espectáculo de colores y estratos, de pliegues y fallas, del resultado en fin de una tierra en movimiento que quedó petrificado.
Sobre la tierra y la roca, el sol y el viento han cubierto el paisaje de multitud de plantas adaptadas a la sequedad, al aire salino, a la roca volcánica. Así vemos un desierto pintado muchas veces de verde, con flores que tapizan la arena o crecen en los agujeros de las rocas, que actúan como pequeños cuencos.
La luz se transforma y matiza a lo largo del día. Al amanecer surge del mar, envuelta en la neblina. Luego se hace intensa y transparente, dando contraste a los tonos del agua, las rocas y la arena, contra un cielo que varía del gris lechoso al azul intenso.
Pero es a la caída de la tarde cuando la atmósfera se inunda de una luz dorada que lo cubre todo y todo lo matiza y atenúa. Ver atardecer desde el Mirador de la Amatista es una experiencia única. La carretera que asciende en las dos direcciones, como una montaña rusa, se abre por un lado al valle de Rodalquilar y, por otro, a la escarpada silueta de la costa.
Todo el parque del Cabo de Gata está salpicado de lugares que son memoria de tiempos pasados. Estos lugares no recuerdan cómo y de qué se vivió desde hace siglos hasta sólo unas décadas atrás.
La costa se siluetea con arquitecturas que recuerdan la defensa de los pueblos y riquezas contra el corsario berberisco o las flotas enemigas. Torres de vigilancia o defensa como la de los Lobos o los Alumbres, baterías como la de San Ramón o fuertes como el de san Felipe de los Escullos…pero también la línea de búnqueres a lo largo de la costa, construidos durante la Guerra Civil.
El agua se extraía del subsuelo con norias o molinos de viento para regar las terraza y huertas,. De época árabe es la noria de el Pozo de los Frailes, con su entramado de madera. Todo el campo está salpicado de aljibes, balsas y pozos…
El antiguo esplendor minero deja su huella en los cerros de Rodalquilar. Tras las fantasmales estructuras de la antigua explotación los senderos nos acercan a los cerros horadados por multitud de túneles y galerías. Las laderas arrasadas por la búsqueda del mineral dejan un paisaje de grietas, montículos de diversos colores y construcciones abandonadas que fueron pueblos mineros y zonas de explotación.
Al otro lado del cabo de Gata nos encontramos las salinas de La Almadraba de Monteleva y La Fabriquilla.
Agua embalsada de tono rojizo junto a montículos de sal, blancos y brillantes. Delante quedan construcciones antiguas y abandonadas hechas con tablas y callejuelas desiertas.
Y, por último, los restos de uno de los últimos recursos para sobrevivir en esta tierra dura y pobre. A partir de los años sesenta esta zona fue elegida para rodar exteriores que recordaran el desierto. Uno de los lugares emblemáticos de estos rodajes fue el Cortijo de los Frailes, con una diminuta iglesia, corredores y galerías, aljibe y pozo. Allí se rodaron clásicos como La muerte tenía un precio o El bueno, el feo y el malo ….
Pero, por encima de los paisajes maravillosos y los recuerdos históricos, lo que te va invadiendo de forma paulatina y te acaba llenando es la sensación de tranquilidad y paz. Seguramente no sería explicable sin nada de lo que ya hemos comentado: La belleza, la luz, el contraste… pero hay otros causantes.
El silencio que deja oír el viento y escuchar el mar y la algarabía de pájaros
El espacio abierto ante tus ojos, solitario y virgen
El ruido de tus pasos al andar
El calor del sol al atardecer, suave y dorado